lunes, 9 de noviembre de 2009

El porquerizo.


Tenía yo dieciseis años y ya era todo un gran rey. Era apuesto, guapo, no muy rico, pero guapo. No me llevaba muy bien con los demás príncipes, pues la envidia corroe y, que quieres, deseaban ser como yo. Más de trescientas princesas me habían pedido la mano, aunque las malas voces dicen que no llegaron a cien. Yo, por supuesto, se la había negado. No estaban a mi nivel, ni eran suficientemente guapas ni ricas, así que no lo dudé.
Ya estaba viendo yo que no había mujer decente en todo el mundo y que me iba a tener que casar con una "extraterrestre" cuando a mis oidos llegaron rumores de una emperatriz joven y rica que quería casarse. Oido esto, me despreocupé de si era bella o no y no me demoré en ordenar cortar la hermosa flor de la tumba de mi padre, que decían que curaba las penas, aunque esto último habría que verlo. Para colmo, solo crecía cada cinco años. Esto lo metí en una caja de plata que me costó un ojo de la cara, en otra caja metí el ruiseñor que cantaba en dicha tumba. No malgasté más dinero y mande las cajas rumbo al castillo del emperador.
Al cabo de una semana, a palacio llegó una carta del emperador con una negativa. No me cabía en la cabeza que la emperatriz, tanto que me disfracé manchándome la cara, poniéndome un gorro que había utilizado una vez y unos guantes que ví en una tienda. Con tal mal aspecto me presenté ante el emperador y le pedí trabajo. Al pobre le debió afectar en el corazón, pues su cara era todo un cuadro.
- ¡Huy¡ Muchos me piden trabajo. - se quejó el soberano. Pero en este palacio se necesita mucha comida. ¡Ya lo tengo¡ ¡Porquerizo¡, el porquerizo real. Hum, -se relamió - ja, ja, ja.
Y la verdad es que lo de la comida no hacía falta que lo aclarara, pues su barriga era bien prominente. Pensando yo ésto, se me ocurrió si en realidad no tendría que ser puericultor real que la verdad, hay que decirlo, es un nombre muy refinado.
Me dirigí al coritjo y allí no trabajé con los cerdos, pues con uno me había llegado y me dediqué a construir un asombroso puchero con todas sus letras, pues cantaba Querido Agustín y además adivinaba las comidad de todo el reino.
Al día siguiente, cuando estaba probando a ver si funcionaba, la emperatriz pasó por delante del cortijo y al oir la canción, mandó a una dama a preguntar el precio. El precio estaba claro, diez besos de la emperatriz. Al principio se hizo de rogar, pero después aceptó. ¡Si es que hasta el porquerizo es guapo¡
Esa noche hice otro aparejo. Esta fue una carraca que al girar tocaba cualquier vals o danza conocida. La emperatriz no se pudo resistir y tampoco rechistó al pagar con los cien besos. Pero esos besos nunca los recibiré todos, pues al llegar a ochenta y seis el emperador nos descubrió y nos echo del reino.
Cuando ya no se veían las puertas del reino, harto del llanto de la emperatriz que nos acompañaba desde la salida este, me quité el disfraz y enfadado dije:
- Eres despreciable. Le dijiste que no al hermoso principe a pesar de la flor y el ruiseñor, sin embargo por simple chatarra te rebajas a dar ciento diez besos a un sucio y asqueroso porquerizo y el colmo es que ahora, al verte sola, aceptarías mi pedida de mano.
Me dí la vuelta y regresé a mi reino. Una vez en mis aposentos ordené crear una nueva ley que prohibiese hablar de la emperatriz y todo lo relacionado con ese asqueroso reino.